El desierto es el lugar simbólico y geográfico de la soledad, de la prueba, de la experiencia de Dios en la desnudez de lo esencial. Salir hacia el desierto nos habla de una manera de vivir contemplativa, en la que vamos dejando lo acomodado en lo superficial, para acoger la realidad y nuestro propio ser desde lo hondo. Una manera de vivir desde dentro, desde la soledad y autenticidad de la búsqueda, que nos introduce en un proceso humanizador permitiendo que nuestro ser entero se vaya polarizando en el Dios del Mundo.
Esto supone un camino interior que va dejando caer miedos, racionalizaciones y deseos que paralizan para irnos abriendo a la experiencia de Dios desde nuestra verdad desnuda. Un camino contemplativo que nos abre a la realidad, nos lleva a taladrar lo superficial y nos permite intuir el misterio de la realidad misma: el latido humanizador de Dios en las ansias profundas de la humanidad y en los gritos de la naturaleza.
La salida hacia el desierto es una experiencia que lentamente va unificando y fortaleciendo nuestra existencia y haciendo posible la libertad y la osadía para obedecer y desobedecer, para decir sí y para decir no cuando la causa de Dios lo requiere. Va afinando nuestra sensibilidad para acoger y acompañar los desiertos de inhumanidad y sufrimiento y abriendo las “antenas” de nuestro ser para percibir y apoyar la esperanza de que otro mundo es posible.